«La educación en prisión cambia vidas, también la mía»

ENTREVISTA - PEPE GROSSO

Pepe Grosso, profesor del IES Abyla, ha acompañado a dos internos en su camino hacia la universidad, dentro del Centro Penitenciario de Ceuta y da a conocer una historia de enseñanza, humanidad y esperanza tras los muros de Fuerte Mendizábal

Pepe Grosso, profesor del IES Abyla. FOTO J.M.R.G.
Pepe Grosso, profesor del IES Abyla. FOTO J.M.R.G.

Pepe Grosso, profesor del IES Abyla, lleva más de una década cruzando los muros del Centro Penitenciario de Ceuta para impartir clases a personas privadas de libertad. Este año ha acompañado, como docente y como testigo privilegiado, a dos internos —un chico y una chica— en su valiente camino hacia la Prueba de Acceso a la Universidad (PAU), demostrando que ni los barrotes ni el pasado son obstáculo cuando la educación se convierte en una vía de redención y esperanza.

En una entrevista cargada de emoción y convicción, Grosso relata cómo la enseñanza en prisión transforma tanto a quien la recibe como a quien la imparte, reivindicando el papel esencial del conocimiento como motor de reinserción social y señal de que el sistema, cuando se humaniza, puede ofrecer verdaderas segundas oportunidades.

Pregunta.- ¿Cómo surgió la posibilidad de impartir clases a internos del Centro Penitenciario de Fuerte Mendizábal?

Respuesta.- Algunos profesores de la modalidad de distancia, del Instituto Abyla, tenemos esa tarea encomendada: la de impartir clases en el Centro Penitenciario. Yo empecé en los Rosales, hace ahora 15 o 16 años. Me ofrecieron la posibilidad de ir, cada cierto tiempo a dar filosofía, y no lo dudé un instante. Entendía que podía ser una experiencia muy enriquecedora. Y así fue. Salvo unos años que estuve en otros institutos, ya nunca he dejado de ir, cada vez que he tenido la posibilidad.

P.- ¿Qué pensó la primera vez que entró en la cárcel para dar clase?

R.- Pues fue una mezcla de sensaciones. Sentía un respeto enorme; no miedo, pero sí alguna tensión, sobre todo porque era algo que no había hecho nunca, y quería hacerlo bien. No sabía si iba a estar a la altura de lo que ese ejercicio requiere. No estamos hablando de niños, o adolescentes, cuyo objetivo está muy definido desde el principio, en la escuela.

Era una educación diferente. Un cierto respeto a lo desconocido, sí.

Me han enseñado mucho más de lo que yo haya podido enseñarles a ellos

P.- ¿Cómo ha sido el proceso de enseñanza con ellos? ¿En qué se diferencia de dar clase en un instituto?

R.- Las diferencias son muy grandes: en el instituto enseñamos a jóvenes que aún no han descubierto su libertad. O mejor, que creen haberla descubierto en, por ejemplo, un grito a destiempo. La corrección es inmediata. En prisión tratamos con quienes la han perdido, y la redescubren en el conocimiento. No hay nada que corregir. La simple solicitud de asistencia a clase es, ya, un deseo de cambio. En realidad, es un grito también. Pero un grito que, a diferencia del otro (inocente, tierno, ingenuo) es interior, silencioso, pero atronador. La clases en prisión son muy diferentes. Allí no se estudia por nota, se estudia por vivir.

P.- ¿Cuáles fueron las principales dificultades que encontró, tanto dentro como fuera del aula?

R.- Las más duras no son logísticas ni materiales, sino invisibles: el estigma, por un lado, y la falta de fe en ellos mismos, por otro. Fuera de la prisión cuesta que algunos entiendan que las personas privadas de libertad no han dejado de ser personas dotadas con la misma dignidad que cualquier otra, que no haya entrado nunca.

Cuesta, y puedo llegar a entenderlo, porque hay mucho desconocimiento de quiénes son las personas que están allí. Casos muy mediáticos -horribles, por supuesto- y un poco de cine, han convertido a estas personas en algo diferente a lo que son: prácticamente, unos perdidos. Nada más lejos de la realidad, y no digo que no los haya. Simplemente, que no es mi experiencia, y llevo ya algunos años.

P.- ¿Qué destacaría de estos dos alumnos que se han preparado para la PAU? ¿Qué le han enseñado ellos a usted?

R.- Mucho más de lo que yo haya podido enseñarles a ellos. Lo que yo les enseño pueden encontrarlo en una infinidad de libros. Soy absolutamente prescindible. El día que me vaya, me sustituirán por otro compañero o compañera, y en dos meses les costará recordar mi nombre. La enseñanza, por parte de ellos hacia mí, es abrumadora: me han enseñado algo en lo que ya creía, profundamente, pero que ellos han convertido en certeza: que no hay barrotes capaces de detener una voluntad firme, un sueño. Los horarios no son los ideales; el espacio, por motivos obvios, tampoco. Las condiciones, en suma, no son las más apropiadas para el estudio. Y sin embargo...

Un corazón que late esperanzado, por algo, es un corazón invencible. Me han enseñado que no hay mayor acto de valentía que volver a creer en uno mismo, cuando todo parece estar perdido. Lo mío lo pueden aprender en los libros. Lo de ellos, ¿dónde se aprende, si no es a través del ejemplo que dan?

«La simple solicitud de asistencia a clase es ya un deseo de cambio»

P.- ¿Cree que la educación puede ser una verdadera vía de reinserción social? ¿Por qué?

R.- No, no lo creo. Lo sé. Lo he visto.

La educación no es, ni siquiera fundamentalmente, mero conocimiento. Es mucho más.

Es una forma de decirle a alguien: “tú me importas”. Por eso, cuando es entendida, la educación, en su más noble y original sentido, devuelve la voz, la identidad, la autoestima. Y quien empieza a mirarse con dignidad, con la dignidad que creía perdida, ya ha empezado el camino hacia otra vida. Creo que fue Víctor Hugo el que escribió aquello de: “El que abre una puerta de escuela, cierra una de presidio.” Y esto es una evidencia, casi cartesiana.

P.- ¿Ha notado un cambio en la actitud o motivación de los internos a lo largo de las clases?

R.- Sí. Muchísimo. Al principio siempre hay dudas: ¿Podré? ¿Tiene algún sentido volver a estudiar? Pero, poco a poco, con cada logro, con cada examen aprobado, con cada ejercicio resuelto, con cada gesto amable y de reconocimiento por parte de un profesor, poco a poco empiezan a creérselo de nuevo. Supongo que de la misma manera que cuando empezaban a estudiar en la calle. Y, entonces, se produce un “milagro”: notas que te miran más fijamente. Que te preguntan con menos temor, más alto. Que levantan la mano más veces; que participan más. Y lo más maravilloso: que te empiezan a cuestionar. Cosa impensable en las primeras clases. Es decir: que han vuelto a ser libres.

¿No es un milagro, con tanto muro de por medio?

P.- ¿Cómo vivieron ellos el día del examen? ¿Pudo acompañarlos en ese momento?

R.- No he visto más nerviosos en mi vida. Por parte de ellos, y por la mía, lo confieso.

Quienes vigilan el examen son profesores universitarios. El proceso está cargado de protocolo; riguroso, serio. Los exámenes mismos, con el membrete de la Universidad de Granada. Las directrices antes de empezar, etc. Son normales los nervios para cualquiera.

Pero, en prisión, se multiplica por mucho. O, mejor dicho, por muchos.

Cualquier alumno en la calle, ese día tan señalado de examen, tiene a su familia de su parte: el deseo de suerte; el “no te preocupes, si sale bien, bien, y si no, no pasa nada”; el “llámame en cuanto salgas”, etc. Ellos, mis alumnos de Mendizábal, además de a sus familias y profesores, tienen a toda la clase pendiente de ellos. El éxito es celebrado como propio, de verdad, por todos. No he visto eso en otros lugares. No compiten entre ellos. ¿Y quieres que le diga algo más? Es el éxito de los funcionarios (lo he visto en sus muestras de cariño cuando son buenas noticias), de la dirección, cuando les hago saber las notas. De los profesores (de los que les dan clases, y de los que no). ¿Y sabe por qué es así? Porque, en el fondo, ellos representan, simbólicamente, el camino correcto.

¿Quién no se alegra de esto?

Sí, los acompaño, claro. Si me quedo en casa me da algo. Me quedo en el patio, con un cronómetro, pidiéndole a Dios, y a la Ciencia, que no bajen antes de una hora y media.

FOTO RINCÓN
FOTO RINCÓN
«La educación devuelve la voz, la identidad, la autoestima»

P.- ¿Qué cree que simboliza este paso para ellos y para la sociedad?

R.- Para ellos, la confirmación de que un tropiezo no lo define, ni muchísimo menos, a uno.

Que se puede reconstruir el futuro, aunque el pasado y el presente pesen.

Para la sociedad, más aún: es una sacudida; una invitación a mirar más allá de ese error del que hablaba. La constatación, y la alegría, de que el sistema funciona. De que somos una buena sociedad; de que lo estamos haciendo bien.

P.- Después de esta experiencia, ¿qué le diría a quienes dudan del valor de la educación en contextos como el penitenciario?

R.- No, no les diría nada. Respeto mucho todas las opiniones que no tienen afán de causar un daño gratuito. Puedo entender que haya motivos para dudar del valor de la educación en estos centros. Las circunstancias personales de cada cual, sólo las conoce uno. Y lo que lleva a pensar de esa manera puede estar justificado por mil motivos. Quizás, un ruego, una petición, más que decirles algo: que le den la oportunidad de reparar un camino dañado, a quien quiera hacerlo. Sea una persona privada de libertad, o no.

P.- ¿Qué papel ha jugado el apoyo institucional en este proceso? ¿Ha sentido respaldo por parte del centro educativo o de la administración penitenciaria?

R.- Yo no creo en las instituciones. Suelen tener las paredes muy feas. Unos horarios muy repetitivos, unos discursos muy ceñidos.

Yo creo en las personas que las encarnan. Creo en el director provincial de educación de Ceuta, que atiende a las demandas que le hacemos, siempre. En las personas que dirigen el centro penitenciario: sus subdirectoras y su directora, que están en todo momento atentas a cualquier necesidad nuestra. Creo en la dirección de mi instituto, que no sólo nos atiende, sino que nos instan a mejorar, año tras año. Creo en los profesores de la UGR que vienen a examinar, en su jefa del negociado de acceso. Creo en el director, el secretario, los profesores de Derecho de la UNED.

Creo, sobre todo, en el funcionario de prisiones que riñe a un alumno por no estudiar; el que lo anima, el que los felicita por sus logros, el que hace más de lo que debe, mucho más de lo que debe, y que son la inmensa mayoría.

Creo en mis compañeros profesores, a los que no se les puede pedir nada, sin que te den el doble.

He sentido respeto, interés y complicidad. En los momentos clave, la administración, hecha mujer y hombre, ha apostado por lo que no se ve en los telediarios: por la humanidad. Y eso es lo que hace que un sistema funcione. Cuando unas instituciones protegen el derecho a aprender, están protegiendo la dignidad humana. Pero para que eso se dé, la institución tiene que ser de carne y hueso. Ser humana. Y, de humanidad, van sobradas.

La PAU, como símbolo de que el sistema puede funcionar cuando se apuesta por la dignidad

P.- ¿Cómo se organizaba una clase en prisión? ¿Había horarios fijos, materiales especiales, medidas de seguridad específicas?

R.- Tenemos un horario fijo: los martes y jueves por la tarde. Vamos siete profesores, repartidos entre los dos días. Los materiales son los propios de una clase normal. Y, en cuanto a medidas de seguridad específicas, que yo sepa, no. Los funcionarios, las cámaras, la identificación y el control al entrar. Yo qué sé. Supongo que serán las mismas que son para la entrada de cualquier otra persona ajena al centro.

También le digo que jamás he sentido sensación de inseguridad.

P.- ¿Le gustaría repetir la experiencia con nuevos internos en el futuro? ¿Por qué?

R.- Pues mire, yo llevo varios años ya. Es un trabajo que exige mucho de uno. Que puede llegar a ser, a veces, demoledor. Sobre todo, en lo emocional. Estos dos últimos años hemos conseguido resultados que se dan en contadísimas ocasiones, o que se han dado en nuestro centro, por primera vez. Cuando esto ocurre es porque se ha trabajado mucho, muy intensamente. No pasan las cosas porque sí. Y, francamente, estos años, y en especial, estos dos últimos años me he vaciado. No obstante, si tengo fuerzas, y me lo permiten, no hay trabajo que llene y me vacie, por otra parte, más.

Dicho esto, los resultados extraordinarios seguirán llegando. Tengo los mejores compañeros del mundo. Los más voluntariosos, trabajadores y entregados.

No hay barrotes capaces de detener una voluntad firme, un sueño

P.- ¿Ha tenido oportunidad de hablar con otros profesores sobre esta experiencia? ¿Hay interés por parte de otros docentes en implicarse en este tipo de proyectos?

R.- Sí, claro. Con muchos. Es raro el que no se siente motivado a tener esta experiencia. Y de los que la han tenido, más raro, aún, el que no quiere volver a tenerla. De hecho, ninguno. Todos quieren repetir.

P.- ¿Qué le gustaría que supiera la ciudadanía sobre las personas que están privadas de libertad y deciden seguir formándose?

R.- Que ellos no son su delito. Que son mucho más. Que llevan una carga, sí, pero también deseo de cambio, de reparación. Que no están pidiendo indulgencia, sino otra oportunidad.

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